24/1/08

LLORAR EN EL CINE – por Pedro Calleja



ADN divendres 18/01/08

Ahora lloro mucho más que antes. En el cine, digo. Lloro con lo que llora todo el mundo: en la escena de Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar, con Fernando Fernán Gómez paseando al perro y preguntándole cosas a su hija, la monja Penélope Cruz, sin ser capaz de reconocerla por culpa del Alzheimer; en la secuencia casi final de Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, con el director de cine sentado solo en el patio de butacas del cine de pueblo en ruinas, viendo el montaje de escenas censuradas por el cura a lo largo de varias décadas, una detrás de otra: besos míticos, abrazos apasionados, caricias sensuales. ¡Qué torrente de lágrimas! Lloro cuando un personaje se pone a cantar en medio de una acción cotidiana, acompañado por una orquesta invisible, en cualquier musical de cuarta categoría. O cuando matan al monstruo peludo que desnuda rubias o a la bestia prehistórica que arrasa ciudades. También lloro, y esto es más raro, ante ciertas proezas técnicas. Hace unos días, me emocioné profundamente viendo Expiación, de Joe Wright, con ese prodigioso plano secuencia de los tres soldados llegando a la playa de Dunkerke, sorteando heridos, enfermeras, borrachos, caballos a punto de ser sacrificados, cantantes de coro, bañistas untados de aceite, carruseles y norias. De pronto, recordé por qué me gusta el cine.